22 agosto 2007

De viaje por el sol



Ya lo dicen los hombres sabios que viajando despertamos la mente y el alma, y a la vez, nos damos cuenta de lo pequeñitos e insignificantes que somos.
Nos damos cuenta de que el ombligo del mundo está más allá de nuestros lugares habituales de ubicación, y que hay tantos horizontes como queramos.

El Norte de España, por ejemplo, para un habitante del sur, de muy al sur, es un regalo a los sentidos, sobre todo a la vista y al olfato. El verde, ese color mágico, relajante y deseado por los que vivimos en el desierto, nos parece pintado en el paisaje al óleo, y tocamos la hierba una y otra vez para comprobar que, efectivamente, es real y huele fresca, rebosa humedad, y no está coloreada artificialmente. La agradable temperatura del verano nos hace pensar que estamos cerca del paraíso y los riachuelos que aparecen por todas partes provocan el impulso de buscar con la mirada el aljibe o el embalse donde recoger tan preciado bien...
Pero no todo es tan idílico, y hay un alto precio que pagar por ese corto paraíso estival. Una anciana cuidando un huerto en una aldea perdida, de un valle perdido del pirineo navarro te puede despertar con sólo una apreciación: "Sí, ahora es muy bonito, pero el invierno es muy largo y muy duro... estos pimientos, como dices, ya no darán fruto, no les dará tiempo antes de que se hielen"

Las sociedades rurales tienen mucho en común, estén donde estén. Hablen el idioma que hablen. Al final sólo es el hombre, la tierra y los elementos, y a su suerte se encomiendan. Sol, agua, frío, viento, calor y mucho trabajo. Saben cual es su lugar y son humildes porque la madre tierra les ha enseñado que sólo ella decide sobre sus cosechas y sobre sus pastos.
Es la misma mirada, en Almería o en Navarra...